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Raíz del cielo (ii) - Poemas de GERARDO GUINEA DIEZ


 
 
Raíz del cielo (ii)
Poema publicado el 28 de Agosto de 2001

               

Viva raíz del cielo,
camino abierto a los frutos infames,
a la fuente turbia,
atropello del claro mediodía en Manhattan con mujeres
              que visten ropas de seda,
singular belleza que mañana serán prendas que revende
              un indígena de Totonicapán en pacas de ropa usada.

Profunda raíz amable sin entender la miseria y las
              almohadas que arrullan el insomnio,
asombro de engranajes al tropezar con ovejitas y
              maldiciones por la mala fortuna;
de pie, unos ojos y el horizonte,
desorden de una ventura maliciosa,
barca en el agua, a la espera del pasajero y su
              acompañante:
un pez maravillado;
hoguera tibia para las heridas,
pozo donde duermen unos labios despalabrados,
y una bragueta en mansa espera de su presa.

Cuando el tranvía habla de la rosa,
en el desvelo,
unas manos devuelven las monedas sedientas ante la efigie
              de cera que cree entrever en el río de las horas un jazmín,
brújula de llamaradas e infinitos,
avidez que desajusta las cuentas y endereza las veletas;
una señal prologa las puertas para que tu silencio,
lenta saliva,
caiga alegre sobre el callejón donde tus recuerdos son el
              sable de tus plazas,
hermosa luz ceñida en la sencillez del aire en el añejo
              diciembre,
vida más que la vida.
Honda raíz ajena,
redil donde yacen los años de espuma,
y duermen aún los despojos,
los gritos de los amigos,
y la mujer que enderezó los carriles y fue tren agonizante,
estruendo sobre aguas y paredes pagadas por hora,
sequía de palabras,
manantial de gemidos,
fiera para tardes y palabras sin palabras,
cueva del principio,
principio al borde de un infinito sueño,
mujer en la intemperie, desnuda,
al pie de la culpa,
sol donde reposan las sombras de lo no dicho,
de la fuente ávida,
sepultada ante el pasmo de una buganvilia,
cifra de un mundo visceral,
potra que ronda por la alfombra y desentierra a los niños,
lejos de su jardín quemado;
las llamas, toro de un domingo en México,
puñal que hace trizas los comunicados de prensa,
y la guitarra, marea entre aires y rotas botellas que Hebe se
              cansó de servir.

Raíz envejecida en invernaderos,
flores pintadas como estatuas en la playa del pacífico,
corredor submarino al tocar el musgo y ahondar los frutos,
árbol de alta luz y lenguajes ancianos que no descifran la
              ingenuidad de los Hiperbóreos.

Alevosa semilla,
ámbar y pájaros transitando por estaciones de senil
              derrumbamiento:
la patria que no cesa,
la patria, abeja cruel,
la patria, que me conoce,
la patria, guía de fuentes amargas y lunas acosadas,
la patria, reino abyecto,
pelo que cae en el pozo de agua dormida,
noche repentina más allá de la hoguera y el niño que
escudriña con el machete a la culebra congelada por las
imágenes rotas e himnos al pie del horizonte obstinado por
              unas pocas palabras,
balanza sin otra medida que la biografía de pájaros y
muchachas que hoy sorbemos por artificio de una luz sin
              revés,
joya animada por el recuerdo destrozado,
próximo a la vejez,
sí, como ellas, luz resbalada
sobre sus muslos que algún día fueron diminutos sauces de
              un aire como el cielo,
suma tenaz para descifrar la aritmética de labios y pechos
              desamparados yéndose a la muerte lenta,
cometa que no volveremos a ver,
vocales devoradas por la lengua con un denodado afán,
idéntico a sí mismo,
vidriera de espejos desmoronados,
años en atalaya,
jardines de viejas campanas,
todavía con árboles y vértigos hechos a la medida de
              campañas publicitarias multipremiadas.

Palabra grabada ondeando en banderas arrastradas por
ambulancias mientras arden los demonios de Marx y
              Ho Chi Minh.

Ahora en Atlanta adoran el nuevo mundo de pieles,
joyas y polvo blanco,
despeñadero de una Colombia arcaica dicen;
el Che, en Santa Clara,
calavera festejada en Wall Street,
hace cuentas de los afiches y las playeras,
raíces que consumen el cielo y el ozono;
qué importa, ya nada pesa ni hiere,
cada minuto cuenta en las presencias y los fantasmas.

Qué importa, ya nada pesa,
ni el estribillo de los condones ni la beatitud de una piedra
abandonada en la habitación de los años de la mujer que
              reposa sobre sus detenidos deseos;
parpadeo de una vida,
cráter, cascada, similar a la marea,
orilla del cuerpo,
manantial sosegado,
palabras hacia adentro,
espiga de un mundo entreabierto en la sala,
junto con las fotos de primera comunión y casamiento.
Viento condenado a repetirse en la imprevista añadidura de
              una mordida o en el berrinche por la última borrachera;
en la cómoda,
los recibos por pagar,
el jarrón sonámbulo,
testigo de un viaje cuando los hijos eran aún niños,
en los muros, amarillos,
una luz invicta cuida el silencio en una ardua soledad
              labrada:
el ligero vestido,
traslúcido acompañante de fantasías coronadas,
benéfico alivio,
desatento a los alfileres del sueño,
conciencia espectral con sus yedras y resurrecciones a
              tiempo,
justo en el vértice de la luz del vino,
vientre de palabras
y mitades que se licuan en los espejos henchidos,
hartos de reflejos y dobleces;
¡ah! pero ese vestido soñado,
profecía pura en el lento bostezo al preguntar de nuevo lo
              esencial,
lo gastado, lo fragante, lo transitorio,
como el rock de los jóvenes que busca víctimas y fango,
corriente que antes de despeñarse expía de naderías y
desventuras las respuestas que no sabemos dar
aun cuando los andamios sostengan los rastrojos y las
              heridas,
esas desventuras por el apego a catástrofes y arrojos
              tempraneros,
intangibles que,
día a día,
lanzan sus cadenas y su materia enamorada,
pajarera, alba del cuchillo
y el fulgor de las frutas en los mercados,
como sangre al cargar un sol y los arrepentimientos,
pero, qué con los jóvenes, qué,
exacta gloria que no les interesa,
sucio aceite navegando en las cloacas del mundo,
redención no pedida,
indivisible y ellos con su pasón de cocaína;
oscuro río al despeñarse en el origen penetrado,
qué con ellos, qué,
hacha fatal al cortar la rosa,
viento llenándose de sangre,
llama alumbrando el fracaso de los huesos de cien años,
cementerio de palabras,
alguna vez, ojo atento;
las jornadas interminables,
el peligro podrido,
el heroísmo olvidado,
la elección terrible,
dolorosa,
mundo hueco, sin raíz,
visible a la angustia,
ajeno a la batalla;
qué con los niños,
envilecidos,
cólera fija,
qué con esos niños le dices a los jóvenes, qué,
qué con los niños, jóvenes, qué,
retazo de puro escalofrío,
hilacha de angustia y noche vacía,
túnel encarnado,
madre amorosa, cruel,
terrible cargamento,
aletazo de un cielo impasible,
dueño de un collar para cánticos gangosos,
indeciso animal,
paso erguido que amortaja las cenizas y derrama,
dilatándose, el día sobre la banqueta que no cede ni un
              segundo su vocación:
el estiércol y los hombres incrédulos ante las cifras:
¡pero si no hay pobres!
en ese delirio óseo se hacinan las preguntas y miles de
              reptiles confunden a ratos el sopor,
diminutas llagas de la mano del niño impresas sobre
              cemento fresco,
pantano sin raíces,
principio de la arena en donde miles de bocas,
en medio del festín de la mugre,
entonan la canción,
lengua oxidada,
himno agonizante en la puerta de una agencia de
              publicidad,
verdad negra que ensucia la alfombra del banco y
              ennegrece la seda del gerente,
vaso de agua a tiempo,
trago de silencios y alcobas cortadas ante el roce de la mala
              suerte,
bueno, de la suerte,
en fin, roce de un tren que cansa el hierro,
abeja volando alrededor del ojo,
sin saber del alfabeto,
tinta derramada sobre un cuerpo de piedra que hará las
              delicias de la sangre,
repetida palabra dicha para conjurar a la nada;
agua galopando sobre el caballo,
un viva estalla antes del febril combate,
deriva de palabras y héroes de noche.

Honda raíz de la rosa ciega,
diamante memorable de guerreros con humo de incienso
              en las manos y pólvora pegada al rostro,
pero es mentira,
esos, los de la subversión,
fueron derrotados grita un gordo sudoroso,
moldura de la llama,
petrificado,
maligno,
sañudo;
el viento arquea la memoria,
dobla en la próxima esquina donde el aciago se desnuda y
el agua todavía trota sobre el caballo,
mientras el río palpa sus blandas sepulturas;
el día, el mismo día, siempre,
se repite para llover los huesos y los restos;
llueve, tormenta de unos ojos insertados en las raíces del
              cielo y la tierra.
Raíz del cielo, tierra invertida con árboles líquidos y un
              cielo azul,
limpio, abierto,
agua que quema,
premura para las galerías de sepulturas,
lienzos intactos en las hogueras de los descarriados,
los que merecieron ese destino por subversivos,
por delincuentes,
otoños asediados por los vientres y las bayonetas;
el alma se desarraiga en el rostro innumerable de la mujer
              de los balcones floridos,
tiempo desvanecido,
junto a la rosa descifrada con pétalos y una diminuta
              espina que atraviesa el peñasco atorado en la garganta.
Raíz del cielo en la espiga y el trigo,
en el marco de enredaderas y palabras devoradas,
en el mundo abismal de follajes y anuncios a la medida en
              las temporadas de oferta:
ídolos que arden por el fulgor del gas neón y manchan las
              pasiones;
los añicos de los nombres en la semilla de la lengua de
              cristal;
en las cosas que nos rodean,
ellos, los ídolos, despellejan cualquier intento honesto,
de nada sirven, dicen,
no seas ingenuo, exclaman;
ni las monedas pueden rescatarnos,
la mirada ya degolló a la mano y el cuchillo adelantó la
              noche:
la ciudad va a la deriva en madrugadas con cabinas
              telefónicas abandonadas,
el periódico en el alto de la jornada,
el hombre fosforescente de tanto ron y el grito:
estoy hasta el copete;
la ciudad se transfigura,
el ángel lucha contra el suicida,
la mujer ve naufragar su desfigurada alba mientras sostiene
una plancha y añora un durazno en abril,
justo cuando su piel era una caverna encantada y decía con
              frecuencia las palabras recobradas,
mientras le peinaban su larga cabellera y sus pechos
cristalinos cumplían a cabalidad su destino de mortífera
              dulzura;
la madrugada continúa,
la ciudad es una llamarada,
de cuartos consumados en los círculos de la piel,
repetido grito de quien,
en el desvarío,
cree tener entre sus manos la enloquecida retórica que nos
              salvará de la interminable certeza de un sol de cobre,
de un sol confuso que ampolla al verdugo y saca a su
víctima del intento ajedrezado de una inyección de buenas
              intenciones;
pero la vida,
deseo labrado en horas de sal ciega y filos de reinos con
              raciones bien estudiadas,
sabe que el sueño es un sol con cara de noche por las
indecibles presencias de un surtidor incansable de olas de
miedo que golpean las puertas de una muralla desprendida
              de la fuente originaria,
la que es párpado,
sombra,
cristal,
chopo de agua,
la muralla,
luna con peso,
amenazante contra la imparcial virtud de los hombres:
la ración de pan en tiempos de guerra,
el vaso verde,
el múltiple asombro de los barrotes en la función de
              matinal ofreciendo libertad,
vocabulario adecuado para la débil luz,
pasión feroz de las oscilaciones de la semilla:
la sonrisa crepuscular del amigo muerto,
atento a las dentadas de las máscaras,
epidemia gravitando en la costura izquierda de un cuerpo
              zurcido por las balas,
posteridad asegurada por abonos;
un racimo encendido establece sus poderes en las líneas de
una sombra,
la gota de agua inaugura las sílabas errantes para servir
bien y con prontitud a los días anillados por carajos y
              canciones ensordecidas por la muerte acostumbrada.

Dulce raíz invertida,
alimento del árbol,
elocuencia para los días sórdidos al resumir una crueldad
              tajante,
más allá de las lealtades y múltiples versiones de la historia:
hombres encajonados en la niebla;
un arco de luz anula la madriguera,
blanquea las paredes húmedas por el sudor de madrugadas
              aéreas,
simultáneas,
vidrio empañado por la mirada de la mujer
desnuda, sentada en la orilla de la cama,
viéndose los senos en el espejo
después del resplandor y los gritos,
más allá del infinito apenas febril,
acaso chorro de besos y alientos de un dulcísimo naufragar;
lascivia de cuerpos vestidos para iluminar la carne,
hacia la deriva,
la de los años,
la de los recuerdos,
la de rostros empañados,
imagen entreabierta para confines inmensos:
el patio lleno de abandonos;
dulce raíz que nos dio la jacaranda y la arquitectura de
              unos desperdicios;
las máscaras inconsolables, flor a tiempo,
para incrustar el mundo en las neuronas para el delirio
              oscuro que rodea nuestros días,
anochecidos por la pasión de la raíz,
ahíta de fuego y agua.

Raíz arrastrada por la humedad de las palabras,
con las hojas del bosque y un sueño enrejado en las
mejillas;
dulce raíz de Píramo y Tisbe,
sangre que fundó los frutos,
el rojo, espuma en la boca,
pasión acoplada,
cielo entero para regocijo del polvo;
saciedad acostumbrada a la carencia por los golpes
              de la vida,
esa compuerta de la cual pocos pueden traspasar;
¡ah! intangible reja,
alimentada de esperanzas y banalidades:
quién surge y señala al homicida Céfalo,
quién, desprevenido,
escapa de la cárcel a martillazos,
quién rompe el cielo,
presente perpetuo,
sin remedio,
silencio fuerte,
carnicero de los gritos y la habitación ensamblada,
arraigo de un devenir que no alcanza,
en su malignidad,
la dicha ni la certidumbre de la mañana.

Honda, honda,
vía láctea donde detener la voz de la tierra,
susto claro en el día que salta en el bazar de ofertas;
dulce raíz de los desaparecidos,
los que no tuvieron muerte,
ni caja,
ni cirios,
ni llantos públicos,
ni esquelas en los periódicos,
ni el rezo ni el canto,
ni un avemaría.

Honda la mano que nos llevó al reino de la raíz donde
              Vulcano herró para siempre las quejas,
los ojos,
las manos,
las risas,
los besos,
de ellos,
los innombrables,
los de la lista larga y tediosa,
los que son ahora raíz de la ciudad,
raíz en las aldeas,
raíz del cielo.

Honda la derramada sábana por donde el cuerpo suspira
              por el tren que arrastra el saqueo,
desaliento en la pausa del verano,
pesadas palabras que no soportan el calor de Buenos Aires
              en la memoria y Chiapas como un techo caliente,
lámina que desprende reflejos turbios,
verde estímulo de la nostalgia en harapos en la clásica
              tradición del qué me importa,
mientras el asfalto se orina en el piecito del niño que no
              cesa de llorar.

Raíz del silencio parloteando en la calle donde los niños
              metódicamente asesinan aburrimientos,
demonios y pasiones,
mientras la policía judicial registra a los más grandecitos
educándolos en el oficio de la resistencia y la
              clandestinidad.

Raíz de la infancia malherida y feliz,
blasfemia tendida en la banqueta luego de horas de futbol y
estaciones atravesadas por sueños de nubes y cielos
              oportunos,
nosotros,
príncipes sanando las desavenencias,
en tanto las madres tarareaban a Pedro Infante
y a Daniel Santos,
creyendo en que eso de la relojería erótica haría real su
deshabitado mundo tan lleno de abandonos y pedazos de
              decepciones,
terribles puertas en la palidez rosa de tardes a solas,
sin los niños,
sin soles impíos,
creyendo, como siempre,
que la calle,
el mercado y su pastoso origen sustituiría los
              desapasionamientos y la mala suerte con los hombres,
pero, qué va, la fatiga empedernida impidió que la hondura
              abriera el expediente del abismo de las heridas.
Honda la mano al reflejar en su palma la ciudad con su
              proceso de máquinas,
supermercados repletos de ojos y piedras que marcan los
              horarios más miserables,
bocados de fuego en tanto el perro callejero se regocija ante
el interminable espectáculo y la piel de la ciudad se renueva
              en los bares con sus hombres peleoneros,
llenos de llanto,
con un pulso febril,
paranoico,
demencia del minuto,
palimpsesto en la siesta del lunes con depresión y rabia en
las agujas de un reloj descompuesto que minuto a minuto
              da la gota diáfana,
harta, de una hora que no es más que restos de un tiempo
              remedado,
asfixia amarilla;
perro en la calle de la tarde comiendo la indeleble presencia
              de la joven mujer al deambular por las sombras,
pasarela perversa de fantasías no cumplidas,
en la fuente eterna de una luz sin vaivén,
enrojecida,
atado a la ondulación de sus muslos,
perpetuidad blanca de su diminuta ropa interior,
impune a los datos y a una moral que no sabe de
              excepciones.

Raíz victoriosa en la fugaz murmuración hirviente del
              fraude con los ojos cerrados,
banqueta que de pronto es un mundo ancho,
azul y ladrillos profanando el aire.

Raíz del hombre derrotado,
el que se quedó en la ligera orilla de la noche,
tirado como si su cuerpo fuera una huella y la botella de
              aguardiente a su lado,
hábito que funda el hueco terrible de la vida ajena,
feroz semilla para el tallo de un linaje condenado a las
              peores maldiciones,
sombra del irrisorio destino nacional,
aunque hoy exista el comercio libre y el internet informe de
              la infinitud de asombros.

Raíz del cielo, madre de las nubes,
de nuestras manos,
saliva inerte en la tardanza hecha de paciencias lustrosas,
ojo muñidor.
Raíz del cielo penetrando el viento trepado en el desfiladero
al bajar por la membrana leve, desfigurando cualquier
              intento de creer en el herético palpitar.

Raíz parida en el calabozo del hombre,
justo en el chasquido de días en que orar no sirve,
a pesar de las manos juntas,
casi como si fueran el mejor halago a Dios que agradece
pero no ayuda al hombre ciego que reza en silencio con las
              manos suaves,
casi aire pintado en el cielo,
casi un instante insípido al crujir en la banqueta y los
              demás indiferentes,
sin dar limosna,
en las afueras de la ceguera,
miserables más que esas manos juntas,
anestesia desatada en el desenlace cotidiano,
porque él luego seguirá hincado con las manos juntas,
bandera de una soñolienta resurrección insuficiente para
              todos;
con las rodillas en la banqueta y las manos juntas,
antorcha hechizada en dirección de Dios y el desempleado
en el gesto de aprisionar su angustia en la página de
              clasificados de empleo del periódico.

El ciego con la rabia paciente en las rodillas,
y el limo hambriento en las manos,
lindero entre el minuto y una ciudad ciega;
linaje de las fundaciones y sus ojos grises,
sin pupilas, sin iris, sin el azul de ultramar,
en la orilla de una lástima que empieza en horarios
              matinales
y finaliza casi en una laxitud al costado de un muro
limítrofe con la paciencia y la resignación;
él, ahí, ignorado, olvidado por nosotros,
orando sus heridas para contar con aplomo,
años más tarde,
la crónica de la ciudad ebria y traicionada,
la anécdota de una piedad dilatada como la tarde caliente,
la que muere con un latido similar a un callejón oscuro;
página interminable de la lascivia y las entradas al reino
              que no fue;
él, ahí, a la par de la mujer,
atravesada por la humedad dilatada de su hambre y la
              mano,
sólo una porque las fuerzas no alcanzan,
orando también un guión que las manos no saben dibujar,
manos,
torrencial demiurgo y el excedente de los monstruos de un
              mundo por catálogo;
flojedad adyacente,
útil para la tibieza,
identidad de la cripta aérea y congelada en un lunes
              ondulante,
aburrido,
ingrato,
propicio para escurrirse del día y cargar de golpe con un
poco de entusiasmo en la ladera de la tarde y prometerle a
              la luna unos besos,
ración de paranoias e ídolos,
sí, prometerle a la luna unas piernas,
unos pechos,
unos labios,
una luz,
sí, prometerle a la luna un par de cadáveres y un tibio
              aliento,
sí, prometer una sucinta declaración en torno al cementerio
clandestino recién descubierto y comprometerse a
amamantar esa descuidada costumbre de seguir doliéndose
              por lo que pasa,
sí, prometerle a la luna las raíces de la vileza y a modo de
              refugio,
incinerarlas en la silla enloquecida de nuestra normalidad,
pescado lento,
criatura que hambrea el destino acercado al fuego del
              hierro,
sí, prometer, en medio de la bulliciosa ciudad:
que no robarás,
que no desearás a la mujer del prójimo,
que no matarás,
que no fornicarás,
que santificarás las fiestas,
que no mentiras...
que no volverás a tomar,
que no habrá pensamientos sucios,
que desearemos el bien en lugar del mal,
que no veremos las nalgas de las mujeres,
que no diremos procacidades,
que amaremos a nuestro enemigo,
que ya no seremos locos,
que nuestras mortíferas pasiones las mudaremos por
              hábitos sosegados
y que la vida,
cadáver en la morgue de las manos documentadas,
será raíz de la cercanía para incumplir todas las promesas.


De: Raíz del cielo

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