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Ultimos días de una casa (parte 2) - Poemas de DULCE MARÍA LOYNAZ


 
 
Ultimos días de una casa (parte 2)
Poema publicado el 03 de Marzo de 2002

               

Otro día ha pasado y nadie se me acerca.
Me siento ya una casa enferma,
una casa leprosa.
Es necesario que alguien venga
a recoger los mangos que se caen
en el patio y se pierden
sin que nadie les tiente la dulzura.
Es necesario que alguien venga
a cerrar la ventana
del comedor, que se ha quedado abierta,
y anoche entraron los murciélagos...
Es necesario que alguien venga
a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.

¡Con tanta gente que ha vivido en mí,
y que de pronto se me vayan todos!...
Comprenderán que tengo que decir
palabras insensatas.
Es algo que no entiendo todavía,
como no entiende nadie una injusticia
que, más que de los hombres,
fuera injusticia del destino...

Que pase una la vida
guareciendo los sueños de esos hombres,
prestándoles calor, aliento, abrigo;
que sea una la piedra de fundar
posteridad, familia,
y de verla crecer y levantarla,
y ser al mismo tiempo
cimiento, pedestal, arca de alianza...
Y luego no ser más
que un cascarón vacío que se deja,
una ropa sin cuerpo, que se cae...

No he de caerme, no, que yo soy fuerte.
En vano me embistieron los ciclones
y me ha roído el tiempo hueso y carne,
y la humedad me ha abierto úlceras verdes.
Con un poco de cal yo me compongo:..
con un poco de cal y de ternura.

De eso mismo sería,
de mis adoleceres y remedios,
de lo que hablaba mi señor la tarde
última con aquellos otros
que me medían muros, huerto, patio
y hasta el solar de paz en que me asiento.

Y sin embargo, mal sabor de boca
me dejaron los hombres medidores,
y la mujer que vino luego
poniendo precio a mi cancela;
a ella le hubiera preguntado
cuánto valían sus riñones y su lengua.

No han vuelto más, pero tampoco
ha vuelto nadie. El polvo
me empaña los cristales
y no me deja ver si alguien se acerca.
El polvo es malo...Bien hacían
las mujeres que conocí
en aborrecerlo...
                                                                   Allá lejos
la familiar campana de la iglesia
aún me hace compañía,
y en este mediodía, sin relojes, sin tiempo,
acaban de sonar lentamente las tres...

Las tres era la hora en que la madre
se sentaba a coser con las muchachas
y pasaban refrescos en bandejas; la hora
del rosicler de las sandías,
escarchado de azúcar y de nieve,
y del sueño cosido a los holanes...

Las tres era la hora en que...
                                                                             ¡La puerta!
¡La puerta que ha crujido abajo!
¡La están abriendo, sí!...La abrieron ya.
Pisadas en tropel avanzan, suben...
¡Ellos han vuelto al fin! Yo lo sabía;
yo no he dejado un día de esperarlos...
¡Ay frutas que granar en mis frutales!
¡Ay campana que suenas otra vez
la hora de mi dicha!




     

       

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