Nada. Que no se puede decir nada.
Déjenme hablar ahora; no es posible.
Quiero decir que eso, que lo otro, que todo
aquí me tiene muerto, medio muerto, llorando.
Porque nos pasa a veces, nos sucede que el mundo
-no sólo el mundo- se complica, se amarga,
se vuelve de repente un niño sin cabeza,
idiota, idiota, idiota.
Y el café ya no sirve, ni el cigarro,
ni hablar de soledad, de insomnio, de locura,
ni el lamentar a voces el corazón de rana que uno tiene
en el pecho,
ni el sollozar tan largo que nadie nos escuche.
Es cierto que la paz, que el quilibrio,
que el cielo puro y tonto,
es cierto, es cierto.
Pero si soy este que soy, ¿qué queda?
No es que alguna mujer –puede que sea-
Nos haga falta ahora.
(Una mujer. Quién sabe. A veces nos ocurre
pensar que estamos solos.)
Es que el día renace,
es que la noche sobrevive.
Es que mis ojos, lejos, en un frasco
-peces de luz entonces, devorando.
Hay muchas cosas que no alcanzo.
El frío. ¿Pero qué cosa alcanzo?
No miro ya. No toco. No he llorado.
Mentira que yo llore. No es posible.
No se puede decir nada ni tanto.
El frío. El frío parece, sí,
una viuda llorando.
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