Es el tiempo inaplazable,
nuestro tiempo,
avejentado mirador hombro atrás
que mira tras de sí.
Sin palabras, sin sucesos.
Dejando atrás paradójicamente la mirada.
Rugosa piel interminable
humedecida entre jornadas.
Es el sol
y es el agua.
Hay desplomes salobres de la vista
y avidez.
Hay ansias aruñadas.
Y arena mordaz entre los dientes.
Pueblos in si tu sucumbidos,
y sondas transparentes de viento helado.
Renovadamente,
emprendemos las jornadas
y no es la fe la que nos mueve.
No es el goce de riquezas,
ni el cabo nombrado tras de sí;
hay un sur que nos conmueve,
una estación que nos atrae,
nos hace hijos,
para siempre, del camino.
Sur que es Norte
por su cortedad risueña muy al fondo.
Norte que es Este,
advenimiento
cotidiano y singular como un respiro.
Poniente
entre parpadeos
y lento titubear
a lanzazos contra el cielo,
espeso leño que nunca dejaría de arder.
Hay inevitables estaciones
y puntos del adiós
y formas de nombrar
a cada día el primero
como una forma de decir de cada muerte,
la más profunda.
Y no abandono mis frutos,
no me muevo de mis panes
en cualquier rincón bienoliente
al paso entre caminos de tierra.
Tomo de mi agua,
tomo la harina de mi pan
y amaso el fuego;
recojo su calor, pero hay ventanas.
Invento los espacios
por los que han de entrar todos,
los muertos y los vivos.
Y la mirada mejor
siempre al sur,
que es norte
y es este
y es poniente.
De: Horas ciegas, 1988
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