Sentado en el centro del jardín,
ante la mesa, el periódico entreabierto,
aguardo a que el tibio disco de oro
culmine su paseo.
Dentro de la casa,
dos sombras son toda mi compañía:
una finge conversar animadamente por teléfono,
mientras la otra cree estar sumergida
en las imágenes
que se deslizan por la pantalla de un viejo televisor.
Mi vida, Rafo, es ésta:
el temor de que lees estos versos
y los encuentras incomprensibles,
entremezclado al placer de que son tan tuyos
como lo permita la intimidad del corazón:
el goce de las coincidencias.
Mientras, en el jardín,
unas hormigas provocan un alegre escándalo
por el convite
de unos restos que no diré lo que pudieran ser.
Ese resplandor rojo que remonta el horizonte,
¿será reflejo de los días aciagos?
En algún sitio de este rectángulo verde,
rodeado de flores,
debe yacer la clave que aleje el horror
de la rutina de los días.
El sol traza la misma línea en el cielo.
Los árboles, cuando la brisa se transforma en viento,
cumplen el ademán de marcharse.
La oscuridad son dos manos que de pronto
se posan sobre los ojos, para irse al día siguiente,
en medio del mismo silencio.
Mi vida, Rafo, es ésta:
moverme apenas
mientras el tiempo pasa.
Poema seleccionado por el autor
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