Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo—
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el promedio fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
los apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semila-planta!
¡planta-semila-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad cómo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aún a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora a la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su termino inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.
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