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Ultimos días de una casa (parte 1) - Poemas de DULCE MARÍA LOYNAZ


 
 
Ultimos días de una casa (parte 1)
Poema publicado el 02 de Febrero de 2001

               

                              A mi más hermana que prima,
                                                                Nena A. de Echeverría.







No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
el silencio me cubre lentamente.

Me siento sumergida en él, pegada
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.

Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
-el nocturno capullo en que se envuelven-,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que ha borbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de
las mujeres enamoradas.

No me han faltado, claro está, días en blanco.
Sí; días sin palabras que decir
en que hasta el leve roce de una hoja
pudo sonar mil veces aumentado
con una resonancia de tambores.
Pero el silencio era distinto entonces:
era un silencio con sabor humano.

Quiero decir que provenía de “ellos”,
los que dentro de mí partían el pan;
de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia,
una ausencia cargada de regresos,
porque pese a sus pies, yendo y viniendo,
yo los sentía siempre
unidos a mí por alguna
cuerda invisible,
íntimamente maternal, nutricia.

Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre...O en los dos.

Decía que he tenido
también mis días silenciosos:
era cuando los míos marchaban de viaje,
y cuando no marcharon también...Aquel verano
-¡cómo lo he recordado siempre!
la mayor de las niñas de difteria.

Ya no se mueren niños de difteria;
pero en mi tiempo- bien lo sé...-
algunos se morían todavía.
Acas Ana María fue la última,
con su pelito rubio y aquel nido
de ruiseñores lentamente desmigajado en su garganta...

Esto pasó en mi tiempo; ya no pasa.
Puedo hablar de mi tiempo melancólicamente,
como las personas que empiezan
a envejecer, pues en verdad
soy ya una casa vieja.

Soy una casa vieja, lo comprendo.
Poco a poco –sumida en estupor-
he visto desaparecer
a casi todas mis hermanas,
y en su lugar alzarse a las intrusas,
poderosos los flancos,
alta y desafiadora la cerviz.

Una a una, a su turno,
ellas me han ido rodeando
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, las verjas,
pisotea las flores.

Es triste confesarlo,
pero me siento ya su prisionera,
extranjera en mi propio reino,
desposeída de los bienes que siempre fueron míos.
No hay para mí camino que no tropiece con sus muros;
no hay cielo que sus muros no recorten.

Haciendo de él botín de guerra,
las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje:
del sol apenas me dejaron
una ración minúscula,
y desde que llegara la primera
puso en fuga la orquesta de los pájaros.

Cuando me hicieron, yo veía el mar.
Lo veía naturalmente,
cerca de mí, como un amigo;
y nos saludábamos todas
las mañanas de Dios al salir juntos
de la noche, que entonces
era la única que conseguía
poner entre él y  yo su cuerpo alígero,
palpitante de lunas y rocíos.

Y aun a través de ella, yo sabía
adivinar el mar;
puedo decir que me lo respiraba
en el relente azul, y que seguía
teniéndolo, durmiendo al lado suyo
como la esposa al lado del esposo.

Ahora, hace ya mucho tiempo
que he perdido también el mar.
Perdí su compañía, su presencia,
su olor, que era distinto al de las flores,
y acaso percibía sólo yo...

Perdí hasta su memoria. No recuerdo
por dónde el sol se le ponía.
No acierto si era malva o era púrpura
el tinte de sus aguas vesperales,
ni si alciones de plata le volaban
sobre la cresta de sus olas... No recuerdo, no sé...
Yo, que le deshojaba los crepúsculos,
igual que pétalos de rosas.

Tal vez el mar no exista ya tampoco.
O lo hayan cambiado de lugar.
O de substancia. Y todo: el mar, el aire,
los jardines, los pájaros,
se haya vuelto también de piedra gris,
de cemento sin nombre.

Cemento perforado.
El mundo se nos hace de cemento.
Cemento perforado es una casa.
Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda,
para hombres que viven, sin embargo,
en aquellos sus mínimos taladros,
hechos con arte que se llama nueva,
pero que yo olvidé de puro vieja,
cuando la abeja fabricaba miel
y el hormiguero, huérfano de sol,
me horadaba el jardín.

Ni aun para morirse
espacio hay en esas casas nuevas;
y si alguien muere, todos tienen prisa
por sacarlo y llevarlo a otras mansiones
labradas sólo para eso:
acomodar los muertos
de cada día.

Tampoco nadie nace en ellas.
No diré que el espacio ande por medio;
mas lo cierto es que hay casas de nacer,
al igual que recintos destinados
a recibir la muerte colectiva.

Esto me hace pensar con la nostalgia
que le aprendí a los hombres mismos,
que en lo adelante
no se verá ninguna de nosotras
-como se vieron tantas en mi época-
condecoradas con la noble tarja
de mármol o de bronce,
cáliz de nuestra voz diciendo al mundo
que nos naciera allí un tribuno antiguo,
un sabio  con el alma y la barba de armiño,
un héroe amado de los dioses.

No fui yo ciertamente
de aquellas que alcanzaron tal honor,
porque las gentes que yo vi nacer
en verdad fueron siempre demasiado felices;
y ya se sabe, no es posible
serlo tanto y ser también otras
hermosas cosas.

Sin embargo, recuerdo
que cuando sucedió lo de la niña,
el padre se escondía
para llorar y escribir versos...
Serían versos sin rigor de talla,
cuajados sólo para darle
caminos a la pena...

Por cierto que la otra
mañana, cuando
sacaron el bargueño grande,
volcando las gavetas por el suelo,
me parreció verlos volar
con las facturas viejas
y los retratos de parientes
desconocidos y difuntos.

Me pareció. No estoy segura.
Y pienso ahora, porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles:
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jovenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas.

No ha sido simplemente un trasiego de muebles.
Otras veces también se los llevaron
-nunca el piano, el espejo-,
pero era sólo por cambiar aquéllos
por otros más modernos y lujosos.
Ahora han sido todos arrasados
de sus huecos, los huecos donde algunos
habían echado ya raíces...
Y digo esto por lo que dolieron
los últimos tirones;
y por las manchas como sajaduras
que dejaron en suelo y en paredes.
Son manchas que persisten y afectan vagamente
las formas desaparecidas,
y me quedan igual que cicatrices
regadas por el cuerpo.
Todo esto es muy raro. Cae la noche
y yo empiezo a sentir no sé qué miedo:
miedo de este silencio, de esta calma,
de estos papeles viejos que la brisa
remueve vanamente en el jardín.


       

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