Sobre la mesa leo el diario. Es atroz
el cielo de los quebrantahuesos, la gravedad de las noticias invisibles.
Usted -señor- ha venido guardándole un miedo pánico a su consumación.
Usted -señora- tiene la vaga idea de que la lealtad es un reguero
(de plumas de tigre.
Y si vieran cómo son sus hijos,
cómo somos nosotros los hijos de sus hijos, los que vemos el mar
siempre en el occidente, profundamente vengativo,
y no valen novenas, ni viajes a Esquipulas, ni sacrificios de verdad.
Queremos-se presume-poner el mundo de punta en blanco.
Acariciarlo. Vestirlo. Meterlo en una pira. Volverlo a hacer.
Y lo acariciamos, y lo vestimos, y lo quemamos,
y es una sustancia desconocida, sin vergüenza ni ley.
Luego, quedan las catástrofes.
Quedan los vidrios rotos, las bocas quebradas,
y quedan, arañando y tragando polvo, algunos insobornables,
los que la inmensa mayoría de la gente piensa que no valen nada.
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