De niño mi madre me decía que las voces no desaparecen, que flotan en el cielo, que solo los poetas podían escucharlas y recogerlas. Que las voces del pasado se escuchan en el bosque encantado o en soledad. O en los manteles flameados de los hoteles de extravagantes ciudades. También contaba que podían llegar con las olas, al caer la tarde, en la fugacidad de la nostalgia, cuando las sirenas regresan de despertar a los marinos ahogados. O en el alba, junto a la rosa azul de Novalis. Mi madre me enseñó a sentir las voces de los pastores en las caracolas donde reinan duchísimas estrellas y el desvelo del primer pájaro. Ella me dijo que el amor llegaría en una voz insomne, que tendría la invisibilidad del rocío, la belleza y la divinidad de las magnolias, la dicha y la ternura de la ofrenda. Y una adolescente me nombro en el lecho, en la insolencia de sus caderas.
También mi madre me hablo de los secretos, de los aromas que se juntan -irremediablemente- en sus cosmogonías. Del cansancio, de la fatalidad, de la insurrección. Aprendí a habitarlas, a sentir cuando el viento tañe su espejismo. Fui remontando en ellas la alegría y el milagro de la vida, el amor que nos vuelve a la melancolía, al ardor de las miradas ausentes. Y a las lluvias de un crepúsculo mágico junto a las nomeolvides.
Ella me contaba que en su pueblo se buscaban con un candil, tanteando el sueno envuelto de los que invocan el alma. "Las voces vuelan, me susurro en lengua amanecida, y ahora están en la pampa, inmersas en la nostalgia de la muerte."
Así fui buscando la dignidad y el orgullo de los abuelos. Sus voces bendecían mi corazón sin que yo lo supiese. Poco a poco las voces son mas diáfanas, mas nítidas. Me cantan al oído, rebosantes, me descubren manos nobles y callosas. Soy como un niño cuando vienen a mi. Me siento rodeado de reyes, de una tierna candidez casi olvidada. Me alejan de la demencia y la maldad, del infortunio. Me besan, cede mi cabeza en una extraña hilaza que me asedia. Llaman desde el rumor. Embellecidas, humildes, vanamente sibilantes. El aire entumece lo angélico, la entonación primitiva. Sutiles, extremas, inaccesibles. Dentro y fuera de mi entendimiento.
Escucho sus rituales, la confidente gracia que resucita el tacto. Estremecido. En estas voces bebo los efímeros días que mecen hechizos. Oh, poema y rosa del desorden! Oh, voz vagabunda en el Jardín de Acracia, en la morada del silencio y la palabra!
Selección: Fernando Gril
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