JardÍn contiguo - Poemas de Basilio Sánchez
JardÍn contiguo
Poema publicado el 20 de Abril de 2009
La oscuridad que digo se reduce
a tres únicas lámparas.
El jardín que yo digo se extiende hasta la puerta
de la casa cerrada, en las inmediaciones
de un río silencioso que cruza la ciudad y la divide
en dos partes iguales.
Con un árbol antiguo y un banco de madera
que permanece húmedo durante todo el año;
con una nube inmóvil
que recuerda a las otras pero que tiene a veces,
dibujando sus límites, tonalidades rojas.
El jardín que yo digo está cubierto
por tres dedos de sal, tiene por tanto
esa fisonomía de lo que, para el mundo, permanece excluido.
A uno y otro lado los objetos, los seres invisibles,
señalan el lugar hacia el que todas
las miradas convergen,
el origen exacto de la melancolía: un animal que pace
entre la adormidera; el tilo dulce, sin hojas;
el cansancio violeta de la tarde
sobre el borde del día o las paredes
vencidas de la casa, complacientes
en la cosmogonía de su sombra.
La tristeza es eterna como el gesto de un árbol
o la sabiduría.
Como este río profundo en cuyas aguas
un hombre sobrevive, como el río
con una sola onda que discurre
sin tiempo y sin memoria,
equidistante siempre de la vida y la muerte.
Agua apacible
que fluye en las ermitas
y en las proximidades de los grandes silencios.
El jardín que yo digo está formado
de pequeñas derrotas
agrupadas en círculo en torno a los residuos
levemente amarillos de las hojas
que viven en el suelo.
Desde que vine aquí
me he vuelto sigiloso: mi corazón ya es noble
como el que se alimenta
del fruto de la muerte,
de sus tiernas raíces y sus complicidades, de la pura
soledad de la sal.
¿Qué puedo hacer entonces, si adquirí la costumbre
de darme en la tristeza?
Poema publicado el 20 de Abril de 2009
La oscuridad que digo se reduce
a tres únicas lámparas.
El jardín que yo digo se extiende hasta la puerta
de la casa cerrada, en las inmediaciones
de un río silencioso que cruza la ciudad y la divide
en dos partes iguales.
Con un árbol antiguo y un banco de madera
que permanece húmedo durante todo el año;
con una nube inmóvil
que recuerda a las otras pero que tiene a veces,
dibujando sus límites, tonalidades rojas.
El jardín que yo digo está cubierto
por tres dedos de sal, tiene por tanto
esa fisonomía de lo que, para el mundo, permanece excluido.
A uno y otro lado los objetos, los seres invisibles,
señalan el lugar hacia el que todas
las miradas convergen,
el origen exacto de la melancolía: un animal que pace
entre la adormidera; el tilo dulce, sin hojas;
el cansancio violeta de la tarde
sobre el borde del día o las paredes
vencidas de la casa, complacientes
en la cosmogonía de su sombra.
La tristeza es eterna como el gesto de un árbol
o la sabiduría.
Como este río profundo en cuyas aguas
un hombre sobrevive, como el río
con una sola onda que discurre
sin tiempo y sin memoria,
equidistante siempre de la vida y la muerte.
Agua apacible
que fluye en las ermitas
y en las proximidades de los grandes silencios.
El jardín que yo digo está formado
de pequeñas derrotas
agrupadas en círculo en torno a los residuos
levemente amarillos de las hojas
que viven en el suelo.
Desde que vine aquí
me he vuelto sigiloso: mi corazón ya es noble
como el que se alimenta
del fruto de la muerte,
de sus tiernas raíces y sus complicidades, de la pura
soledad de la sal.
¿Qué puedo hacer entonces, si adquirí la costumbre
de darme en la tristeza?
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