Oriente de cobre duro, fino y ensangrentado,
de tiempo a tiempo
tendido
de mundo a mundo.
¡Voluntad!
Soy el hombre de la danza oscura
y el ataúd de canciones degolladas;
el automovilista lluvioso,
sonriente de horrores, gobernando
la bestia ruidosa;
el tallador en piedra de catedrales hundidas;
el bailarín matemático y lúgubre,
coronado de rosas de equilibrio;
el vendedor de abismos, trágico,
de cabellera de ciudades
y un canto enorme en la capa raída.
Tren nocturno
con las hojas marchitas y un vientre humoso.
¡Ay! cómo aúllan en la tierra cóncava y madura
mis leones muertos...
Voy de estrella en estrella
acariciándole los pechos violados a las guitarras
con mi mano única;
¡oh! jugador,
agarro mi gran rueda de espanto,
despernancada,
y la arrojo contra las estrellas,
arriba del cielo, más arriba del cielo
que no existe.
Y suelo estarme cuatro y cinco mil lunarios,
como un idiota viejo,
jugando con bolitas de tristeza,
jugando con bolitas de locura
que hago yo mismo manoseando la soledad;
entonces me río,
con mis 33 dientes,
entonces me río,
entonces me río,
con la risa quebrada de las motocicletas,
colgado de la cola del mundo.
La campana negra del sexo
toca a ánimas adentro de mi melancolía,
y una mujer múltiple y una
múltiple y una
como un triángulo de setenta lados y muchos claveles,
se desnuda multiplicando las heridas
sobre mis mundos quemantes y llenos de senos de mujeres
estupefactas.
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