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Fuente - Poemas de OCTAVIO PAZ


 
 
Fuente
Poema publicado el 01 de Septiembre de 2002

               


El mediodía alza en vilo al mundo.
Y las piedras donde el viento borra lo que a ciegas escribe el tiempo,
las torres que al caer la tarde inclinan la frente,
la nave que hace siglos encalló en la roca, la iglesia de oro que
    tiembla al peso de una cruz de palo,
las plazas donde si un ejército acampa se siente desamparado y
    sin defensa,
el Fuerte que hinca la rodilla ante la luz que irrumpe por la loma,
los parques y el corro cuchicheante de los olmos y los álamos,
las columnas y los arcos a la medida exacta de la gloria,
la muralla que abierta al sol dormita, echada sobre sí misma, sobre
    su propia hosquedad desplomada,
el rincón visitado sólo por los misántropos que rondan las afueras:
    el pino y el sauce,
los mercados bajo el fuego graneado de los gritos,
el muro a media calle, que nadie sabe quién edificó ni con qué
    fin, el desollado, el muro en piedra viva,
todo lo atado al suelo por amor de materia enamorada, rompe
    amarras
y asciende radiante entre las manos intangibles de esta hora.

El viejo mundo de las piedras se levanta y vuela.
Es un pueblo de ballenas y delfines que retozan en pleno cielo,
    arrojándose grandes chorros de gloria;
y los cuerpos de piedras, arrastrados por el lento huracán de calor,
escurren luz y entre las nubes relucen, gozosos.
La ciudad lanza sus cadenas al río y vacía de sí misma,
de su carga de sangre, de su carga de tiempo, reposa
hecha un ascua, hecha un sol en el centro del torbellino.
El presente la mece.

Todo es presencia, todos los siglos son este Presente.
¡Ojo feliz que ya no mira porque todo es presencia y su propia
    visión fuera de sí lo mira!
¡Hunde la mano, coge el fulgor, el pez solar, la llama entre lo azul,
el canto que se mece en el fuego del día!
Y la gran ola vuelve y me derriba, echa a volar la mesa y los papeles
    y en lo alto de su cresta me suspende,
música detenida en su más, luz que no pestañea, ni cede, ni avanza.
Todo es presente, espejo sin revés: no hay sombra, no hay lado opaco,
    todo es ojo,
todo es presencia, estoy presente en todas partes y para ver mejor,
    para mejor arder, me apago
y caigo en mí y salgo de mí y subo hasta el cohete y bajo hasta el
    hachazo
porque la gran esfera, la gran bola de tiempo incandescente,
el fruto que acumula todos los jugos de la historia, la presencia,
    el presente, estalla
como un espejo roto al mediodía, como un mediodía roto contra
    el mar y la sal.

Toco la piedra y no contesta, cojo la llama y no me quema, ¿qué
    esconde esta presencia?
No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los cimientos,
basta un manotazo para echar abajo esta grandeza.
¿Y quién asume la grandeza si nadie asume el desamparo?
Penetro en mi oquedad: yo no respondo, no me doy la cara,
perdí el rostro después de haber perdido cuerpo y alma.
Y mi vida desfila ante mis ojos sin que uno solo de mis actos
    lo reconozca mío:
¿y el delirio de hacer saltar la muerte con el apenas golpe de alas
    de una imagen
y la larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo del
    relámpago
y la noche de amor puente colgante entre esta vida y la otra?

No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura, es una
cicatriz casi borrada
el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la boca por
    donde hablan en sueños la muerte y la vida
es una cicatriz invisible.
Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.

La ciudad sigue en pie.
Tiembla en la luz, hermosa.
Se posa el sol en su diestra pacífica.
Son más altos, más blancos, los chorros de las fuentes.
Todo se pone en pie para caer mejor.
Y el caído bajo el hacha de su propio delirio se levanta.
Malherido, de su frente hendida brota un último pájaro.
Es el doble de sí mismo,
el joven que cada cien años vuelve a decir unas palabras, siempre
    las mismas,
la columna transparente que un instante se obscurece y otro
    centellea,
según avanza la veloz escritura del destino.
En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente.






Aviñón, 1950



De: La estación violenta

       

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