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La pieza oscura - Poemas de ENRIQUE LIHN


 
 
La pieza oscura
Poema publicado el 11 de Julio de 2002

               

La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso hubiera
             amenazado
una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia y de
            precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos no
            ignorábamos qué causa;
juego de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente
            dulces
que una primera pérdida de sangre vengada a dientes y uñas o
            para una muchacha
dulces como una primera efusión de su sangre.
Y así empezó a girar la vieja rueda--símbolo de la vida--la rueda
             que se atasca como si no volara,
entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y un
             cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos de
            dos en dos, con las orejas rojas--símbolos del pudor que
            saborea su ofensa--rabiosamente tiernos,
la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior a la
            invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.
Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí,
             largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad
            anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos;
            creencia rayana en la fe como el juego en la verdad
y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos
con las orejas rojas.

Dejamos de girar por el suelo, mi primo Angel vencedor de
            Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas
ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar--olor a
            naftalina en la pelusa del fruto--.
Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas
            confundiéndose unas con otras a modo de nidos como celdas, de
            celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en
            las manos.
Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza, sin
            conseguir formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su
            aparición en el mito, como en su edad de madera recién
             carpintereada
con un ruido de canto de gorriones medievales;
el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír avanzar
            hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se
            enardecía por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas
            espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del
            molino, con alas de gorriones--símbolos del salvaje orden
            libre-con todo él por único objeto desbordante
y la vida-símbolo de la rueda-se adelantaba a pasar
            tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad
            acelerada, como en una molienda de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido
            de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico
como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad,
            la crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción
            del fruto y luego . . . el carozo sangriento, afiebrado y seco.

¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a
            encender la luz, más rápido que el pensamiento de las
            personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del
            molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos
            cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor, allí
             estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas--los hombres a un extremo, las
             mujeres al otro--
en un orden perfecto, anterior a la sangre.

En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda
            antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos encontrarnos a
            la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente veloces;
en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un
            mismo naufragio.
Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda, a favor de
            la corriente.
Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que
            cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles presagios
y no he cumplido aún toda mi edad
ni llegaré a cumplirla como él
de una sola vez y para siempre.

       

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