El mochilero - Poemas de Elia Casillas
El mochilero
Poema publicado el 08 de Diciembre de 2010
A Santiago Obligado
Elia Casillas
Disculpe señor, ¿de causalidad conoce a Diego? Un día dejó sus manos en mí y no he vuelto a verlo, no sé qué hacer, son muy inquietas. Pero sin él... Es rubio como la espiga, mis ojos recorren desde la Sierra Madre hasta la Patagonia, y buscan, buscan en cada hombre que lleva una mochila, en cada hombre que escala creen verlo. Ninguno tiene su rostro de línea europea, cuerpo de músculos exactos, imaginación de poeta resuelto. Vea usted estas manos perfectas. Tan perfectas que nos cuentan su historia de paisajes perdidos, de lugares lejanos, de abandonos certeros. Vea cómo alumbran los objetos cercanos y perdemos de vista todo lo que de ellas se aleja.
Ahhhh manos. ¡Qué manos! Dedos de vaivenes largos en mí fueron besos, calor hechicero que no puedo desprender si no lo encuentro. Mire qué uñas, ni largas ni cortas sólo para darles buena cara. Manos, manos que no dejaron dormir ni un centímetro de piel cuando estaba a mi lado. Sí señor, el día que se fue dijo “Mujer, en la mochila podés guardar tus sueños, dejo mis manos, voy a la montaña. No quiero dejarte sola. Necesito quien te proteja, ellas cuidarán de vos”.
Pero no regresa y empiezo a desesperarme. Si usted viera el dorado que visten cuando las toca el sol; corren por las veredas buscándolo, da pena su orfandad. No encuentro pausa y con ellas voy. Hemos visitado cada montaña de enero, entramos con la primavera en cada cerro y el otoño se dejó caer en nosotros, sólo un poco de calor mandó el cielo. A la Nieve, al Lobo, pregunto por él, ni la noche habla, la luna no comenta y la duda crece ante tanto silencio. Aquí tengo su nombre, dígale que cada minuto de vida estuvo en mí. La música de voz extranjera amarró a mis sentidos, noctámbula como eco destroza el poco descanso y no puedo dormir, ellas también despiertan, y perturbadas se golpean contra la tierra buscando refugiarse en ella. A rastras, mi carne se unta más y las pupilas en un santiamén pierden galanura, una tristeza incesante no las suelta, pero eso no entienden las manos, día a día están más ausentes de mí, por lapsos se descaran haciéndome responsable.
¡Ay, Señor! Algo maligno les sucede que ya no las controlo, de pronto me culpan y palpo su rabia acusándome... ¿Acaso piensa que estoy loca? ¡No se vaya!
Por favor...
¡Despréndalas del cuello!
Navojoa, Son., Julio 3 de 2001
Poema publicado el 08 de Diciembre de 2010
A Santiago Obligado
Elia Casillas
Disculpe señor, ¿de causalidad conoce a Diego? Un día dejó sus manos en mí y no he vuelto a verlo, no sé qué hacer, son muy inquietas. Pero sin él... Es rubio como la espiga, mis ojos recorren desde la Sierra Madre hasta la Patagonia, y buscan, buscan en cada hombre que lleva una mochila, en cada hombre que escala creen verlo. Ninguno tiene su rostro de línea europea, cuerpo de músculos exactos, imaginación de poeta resuelto. Vea usted estas manos perfectas. Tan perfectas que nos cuentan su historia de paisajes perdidos, de lugares lejanos, de abandonos certeros. Vea cómo alumbran los objetos cercanos y perdemos de vista todo lo que de ellas se aleja.
Ahhhh manos. ¡Qué manos! Dedos de vaivenes largos en mí fueron besos, calor hechicero que no puedo desprender si no lo encuentro. Mire qué uñas, ni largas ni cortas sólo para darles buena cara. Manos, manos que no dejaron dormir ni un centímetro de piel cuando estaba a mi lado. Sí señor, el día que se fue dijo “Mujer, en la mochila podés guardar tus sueños, dejo mis manos, voy a la montaña. No quiero dejarte sola. Necesito quien te proteja, ellas cuidarán de vos”.
Pero no regresa y empiezo a desesperarme. Si usted viera el dorado que visten cuando las toca el sol; corren por las veredas buscándolo, da pena su orfandad. No encuentro pausa y con ellas voy. Hemos visitado cada montaña de enero, entramos con la primavera en cada cerro y el otoño se dejó caer en nosotros, sólo un poco de calor mandó el cielo. A la Nieve, al Lobo, pregunto por él, ni la noche habla, la luna no comenta y la duda crece ante tanto silencio. Aquí tengo su nombre, dígale que cada minuto de vida estuvo en mí. La música de voz extranjera amarró a mis sentidos, noctámbula como eco destroza el poco descanso y no puedo dormir, ellas también despiertan, y perturbadas se golpean contra la tierra buscando refugiarse en ella. A rastras, mi carne se unta más y las pupilas en un santiamén pierden galanura, una tristeza incesante no las suelta, pero eso no entienden las manos, día a día están más ausentes de mí, por lapsos se descaran haciéndome responsable.
¡Ay, Señor! Algo maligno les sucede que ya no las controlo, de pronto me culpan y palpo su rabia acusándome... ¿Acaso piensa que estoy loca? ¡No se vaya!
Por favor...
¡Despréndalas del cuello!
Navojoa, Son., Julio 3 de 2001
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