Tres definiciones para encender el aire - Poemas de DOMINGO F. FAÍLDE
Tres definiciones para encender el aire
Poema publicado el 10 de Junio de 2005
I
POR la línea del tiempo
el aire se derrama, como un jardín traslúcido.
He aquí, henchido, su enigma: sin ser visto, alumbrar;
vestir, imperceptible,
la desnudez del mundo;
y, en fin, servir de cuenco
a la voz y el aroma
y a la respiración.
Cristal, materia leve,
asómase al vacío, quizás astro increado,
escala los peldaños del infinito, flota,
vuela, se desvanece;
verbo del resplandor, nombra las cosas,
inscribe su oquedad en el espacio,
las signa con su luz.
Imagen perdurable de todo lo posible,
presente es su memoria –siempre por sucederse-.
Fragmento de la voz original,
el aire es el archivo del universo, suma
y resta del polen que resuelve
la ecuación imperiosa de la vida.
El aire, pues, camino (mas no porque las aves
transiten sus rincones, si por cauce encendido
de la palabra): el aire, en fin, el eco
del corazón de un dios.
I I
SOBRE el mar –si dormido-,
el aire –si desnudo- se contempla,
no en el azul tranquilo de las aguas
sino en el pecho absorto del que admira,
viendo cómo, de nuevo, aviénense confusos
los elementos: nubes,
peces, ríos y aves;
las cosas: barcos, lluvia...
Alimentando inabarcables fauces
de espuma o vendaval.
Sobre el mar –si despierto-,
el aire –si vestido- es un auriga
en cuyo pecho la tormenta inflama
su látigo de luz.
Siempre hay un viento sobre agua,
siempre
sobre las copas de los pinos aire
en desbandada trémula sus élitros agita.
Inhabitada música,
el sueño de los dioses su silencio navega.
III
(ASÍ, cuando la aurora,
por las romas esquinas de los astros saltando,
su cerviz de cristal al horizonte
asoma, crece el día,
y un estruendo de cisnes y gaviotas
inunda la mañana,
trepa por los balcones,
prende en las espadañas
y rueda, arpegio tibio, por los valles,
desliza sus coturnos de fuego sobre el mar.
Y así, cuando la tarde,
huyendo por las rosas, aún agitado el seno,
lenta escapa, encendiendo
el último esplendor de los colores,
el rostro trashumante cubre, borra, desvela
la placidez del sueño, esa mínima música
que crepita al calor de las constelaciones,
que su rumor desgrana sobre el agua,
que arde en la piedra como un ornamento.
Sangre encendida, el aire se derrama
en los surcos hambrientos de la noche.)
Poema publicado el 10 de Junio de 2005
I
POR la línea del tiempo
el aire se derrama, como un jardín traslúcido.
He aquí, henchido, su enigma: sin ser visto, alumbrar;
vestir, imperceptible,
la desnudez del mundo;
y, en fin, servir de cuenco
a la voz y el aroma
y a la respiración.
Cristal, materia leve,
asómase al vacío, quizás astro increado,
escala los peldaños del infinito, flota,
vuela, se desvanece;
verbo del resplandor, nombra las cosas,
inscribe su oquedad en el espacio,
las signa con su luz.
Imagen perdurable de todo lo posible,
presente es su memoria –siempre por sucederse-.
Fragmento de la voz original,
el aire es el archivo del universo, suma
y resta del polen que resuelve
la ecuación imperiosa de la vida.
El aire, pues, camino (mas no porque las aves
transiten sus rincones, si por cauce encendido
de la palabra): el aire, en fin, el eco
del corazón de un dios.
I I
SOBRE el mar –si dormido-,
el aire –si desnudo- se contempla,
no en el azul tranquilo de las aguas
sino en el pecho absorto del que admira,
viendo cómo, de nuevo, aviénense confusos
los elementos: nubes,
peces, ríos y aves;
las cosas: barcos, lluvia...
Alimentando inabarcables fauces
de espuma o vendaval.
Sobre el mar –si despierto-,
el aire –si vestido- es un auriga
en cuyo pecho la tormenta inflama
su látigo de luz.
Siempre hay un viento sobre agua,
siempre
sobre las copas de los pinos aire
en desbandada trémula sus élitros agita.
Inhabitada música,
el sueño de los dioses su silencio navega.
III
(ASÍ, cuando la aurora,
por las romas esquinas de los astros saltando,
su cerviz de cristal al horizonte
asoma, crece el día,
y un estruendo de cisnes y gaviotas
inunda la mañana,
trepa por los balcones,
prende en las espadañas
y rueda, arpegio tibio, por los valles,
desliza sus coturnos de fuego sobre el mar.
Y así, cuando la tarde,
huyendo por las rosas, aún agitado el seno,
lenta escapa, encendiendo
el último esplendor de los colores,
el rostro trashumante cubre, borra, desvela
la placidez del sueño, esa mínima música
que crepita al calor de las constelaciones,
que su rumor desgrana sobre el agua,
que arde en la piedra como un ornamento.
Sangre encendida, el aire se derrama
en los surcos hambrientos de la noche.)
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