Como en cipreses a llantos largos
no progresa la noche;
el blanco detiene un luto
de carruajes en la madrugada;
vacilan cirios como penumbras;
dudan alturas de cóndores en el olvido;
la pesantez no se arrepiente
ante luces sonoras de campanarios;
las cenizas impiden filos a los aullidos;
la lluvia desorienta las cartas
y sin embargo, el amor, de un corazón
retira sus hiedras,
una niña de oído fino,
de obediencia inclinada,
intenta demorar el amanecer en el bosque;
busca lo callado
para cubrir flores, agua de silencio,
hierba sin abejas verdes,
fuentes con rumores iguales
con que apagar ciervos y colores;
pero las cosas están respondiendo
a otras fechas, con hirviente trabajo fervoroso
como las estrellas, y no escuchan su seda.
—Sólo un grillo que esperaba,
pronuncia por un instante
en las soledades extensas
su compañía lejana
junto al corazón desconocido de sí mismo—.
Y la niña se duerme,
fatigada de andar en las alturas
horizontales de la tierra,
mientras un rebaño de latidos
cuida, como una torre,
que sus manos no salgan del sueño.
De: Uno (Libro Segundo)
Selección: Héctor Rosales
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