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Mutra - Poemas de OCTAVIO PAZ


 
 
Mutra
Poema publicado el 03 de Noviembre de 2004

               

Como una madre demasiado amorosa, una madre terrible que ahoga,
como una leona taciturna y solar,
como una sola ola del tamaño del mar,
ha llegado sin hacer ruido y en cada uno de nosotros se asienta
    como un rey
y los días de vidrio se derriten y en cada pecho erige un trono de espinas
    y de brasas
y su imperio es un hipo solemne, una aplastada respiración de dioses
    y animales de ojos dilatados
y bocas llenas de insectos calientes pronunciando una misma sílaba
    día y noche, día y noche.
¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo!

Este día herido de muerte que se arrastra a lo largo del tiempo
    sin acabar de morir,
y el día que lo sigue y ya escarba impaciente la indecisa tierra del alba,
y los otros que esperan su hora en los vastos establos del año,
este día y sus cuatro cachorros, la mañana de cola de cristal y el
    mediodía con su ojo único,
el mediodía absorto en su luz, sentado en su esplendor,
la tarde rica en pájaros y la noche con sus luceros armados de punta
    en blanco,
este día y las presencias que alza o derriba el sol con un simple
    aletazo:
la muchacha que aparece en la plaza y es un chorro de frescura pausada,
el mendigo que se levanta como una flaca plegaria, montón de basura
    y cántigos gangosos,
las buganvillas rojas negras a fuerza de encarnadas, moradas de tanto
    azul acumulado,
las mujeres albañiles que llevan una piedra en la cabeza como si llevasen
    un sol apagado,
la bella en su cueva de estalactitas y el son de sus ajorcas de escorpiones,
el hombre cubierto de ceniza que adora al falo, al estiércol y al agua,
los músicos que arrancan chispas a la madrugada y hacen bajar al suelo
    la tempestad airosa de la danza,
el collar de centellas, las guirnaldas de electricidad balanceándose
    en mitad de la noche,
los niños desvelados que se espulgan a la luz de la luna,
los padres y las madres con sus rebaños familiares y sus bestias
    adormecidas y sus dioses petrificados hace mil años,
las mariposas, los buitres, las serpientes, los monos, las vacas, los
    insectos parecidos al delirio,
todo este largo día con su terrible cargamento de seres y de cosas,
    encalla lentamente en el tiempo parado.

Todos vamos cayendo con el día, todos entramos en el túnel,
atravesamos corredores interminables cuyas paredes de aire sólido se cierran,
nos internamos en nosotros, y a cada paso el animal humano jadea
    y se desploma,
retrocedemos, vamos hacia atrás, el animal pierde futuro a cada paso,
y lo erguido y duro y óseo en nosotros al fin cede y cae pesadamente
    en la boca madre.

Dentro de mí me apiño, en mí mismo me hacino y al apiñarme
     me derramo,
soy lo extendido dilatándose, lo repleto vertiéndose y llenándose,
no hay vértigo ni espejo ni náusea ante el espejo, no hay caída,
sólo un estar, un derramado estar, llenos hasta los bordes, todo
    a la deriva:
no como el arco que se encorva y sobre sí se dobla para que el dardo
    salte y dé en el centro justo,
ni como el pecho que lo aguarda y a quien la espera dibuja ya la herida,
no concentrados ni en arrobo, sino a tumbos, de peldaño en peldaño,
    agua vertida, volvemos al principio.
Y la cabeza cae sobre el pecho y el cuerpo caer sobre el cuerpo sin encontrar
    su fin, su cuerpo último.

No, asir la antigua imagen: ¡anclar el ser y en la roca plantarlo,
    zócalo del relámpago!
Hay piedras que no ceden, piedras hechas de tiempo, tiempo de
    piedra, siglos que son columnas,
asambleas que cantan himnos de piedra,
surtidores de jade, jardines de obsidiana, torres de mármol, alta belleza
    armada contra el tiempo.
Un día rozó mi mano toda esa gloria erguida.
Pero también las piedras pierden pie, también las piedras son imágenes,
y caen y se disgregan y confunden y fluyen con el río que no cesa.
También las piedras son el río.
¿Dónde está el hombre, el que da vida a las piedras de los muertos,
    el que hace hablar piedras y muertos?
Las fundaciones de la piedra y de la música,
la fábrica de espejos del discurso y el castillo de fuego del poema
enlazan sus raíces en su pecho, descansan en su frente: él los sostiene
    a pulso.
Tras la coraza de cristal de roca busqué al hombre, palpé a tientas
    la brecha imperceptible:
nacemos y es un rasguño apenas la desgarradura y nunca cicatriza
    y arde y es una estrella de luz propia,
nunca se apaga la diminuta llaga, nunca se borra la señal de sangre,
    por esa puerta nos vamos a lo obscuro.
También el hombre fluye, también el hombre cae y es una imagen
     que se desvanece.

Pantanos del sopor, algas acumuladas, cataratas de abejas sobre
    los ojos mal cerrados,
festín de arena, horas mascadas, imágenes mascadas, vida mascada siglos
hasta no ser sino una confusión estática que entre las agua
            somnolientas sobrenada,
agua de ojos, agua de bocas, agua nupcial y ensimismada, agua
    incestuosa,
agua de dioses, cópula de dioses, agua de astros y reptiles, selvas
    de agua de cuerpos incendiados,
beatitud de lo repleto sobre sí mismo derramándose, no somos,
    no quiero ser
Dios, no quiero ser a tientas, no quiero regresar, soy hombre y el
    hombre es
el hombre, el que saltó al vacío y nada lo sustenta desde entonces
    sino su propio vuelo,
el desprendido de su madre, el desterrado, el sin raíces, ni cielo
    ni tierra, sino puente, arco
tendido sobre la nada, en sí mismo anudado, hecho haz, y no
    obstante partido en dos desde el nacer, peleando
contra su sombra, corriendo siempre tras de sí, disparado, exhalado,
    sin jamás alcanzarse,
el condenado desde niño, destilador del tiempo, rey de sí mismo,
    hijo de sus obras.

Se despeñan las últimas imágenes y el río negro anega la conciencia.
La noche dobla la cintura, cede el alma, caen racimos de horas
    confundidas, cae el hombre
como un astro, caen racimos de astros, como un fruto demasiado
    maduro cae el mundo y sus soles.
Pero en mi frente velan armas la adolescencia y sus imágenes,
    solo tesoro no dilapidado:
naves ardiendo en mares todavía sin nombre y cada ola golpeando
    la memoria con un tumulto de recuerdos
(el agua dulce en las cisternas de las islas, el agua dulce de
    las mujeres y sus voces sonando en la noche como muchos arroyos
    que se juntan,
la diosa de ojos verdes y palabras humanas que plantó en nuestro
    pecho sus razones como una hermosa procesión de lanzas,
la reflexión sosegada ante la esfera, henchida de sí misma como
    una espiga, más inmortal, perfecta, suficiente,
la contemplación de los números que se enlazan como notas o amantes,
el universo como una lira y un arco y la geometría vencedora de dioses,
    ¡única morada digna del hombre!)
y la ciudad de altas murallas que en la llanura centellea como
    una joya que agoniza
y los torreones demolidos y el defensor por tierra y en las cámaras
    humeantes el tesoro real de las mujeres
y el epitafio del héroe apostado en la garganta del desfiladero
    como una espada
y el poema que asciende y cubre con sus dos alas el abrazo de la noche
    y el día
y el árbol del discurso en la plaza plantado virilmente
y la justicia al aire libre de un pueblo que pesa cada acto en la
    balanza de un alma sensible al peso de la luz,
¡actos, altas piras quemadas por la historia!
Bajo sus restos negros dormita la verdad que levantó las obras: el
    hombre sólo es hombre entre los hombres.

Y hundo la mano y cojo el grano incandescente y lo planto en mi
    ser: ha de crecer un día.





Delhi, 1952





De: La estación violenta

       

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