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Elegía - Poemas de MANUEL JOSÉ OTHÓN


 
 
Elegía
Poema publicado el 17 de Septiembre de 2004

               

                         A la memoria de Rafael Ángel
                                                            de la Peña




De mis oscuras soledades vengo
y tornaré a mis tristes soledades
a brega altiva, tras camino luengo;

que me allego tan sólo a las ciudades
con vacilante planta y errabunda,
del tiempo antiguo  a refrescar saudades.

Yo soy la voz que canta en la profunda
soledad de los montes ignorada,
que el sol calcina y el turbión inunda.

Ignoro de mi rústica morada
qué tiene, que viniendo de mí mismo,
vendo de la región más apartada;

y endulzo el amargor de mi ostracismo
en miel de los helénicos panales
y en la sangrienta flor del cristianismo.

Surten de allá tan lejos los raudales
de un río, en cuya límpida corriente
inundásteis las testas inmortales.

Al labio virginal de aquella fuente,
vuestras palmas, al viento, de callada,
susurran blanda y amorosamente;

y al susurrar semeja y la cascada,
al caer sobre el oro de la arena,
diálogos de Teresa y de Granada.

Diálogos en la noche más serena
del tiempo, interminable y luminosa,
de augusta paz y de misterios llena,

en que el genio beatífico reposa
a la luz de los campos siderales,
de azul teñidos, y de nieve, y de rosa;

trono para cubrir los pedestales
que el cincel de los siglos ha labrado
el alma de los muertos inmortales...

De otros, que fueron ya, se encuentra al lado,
ardiendo en fe y en caridad y en ciencia
y al bien y a la verdad aparejado,

como cuando cruzó por la existencia,
en su envoltura terrenal, que ahora
trasciende aún, cual ánfora de esencia,

el varón de cabeza pensadora
y penetrante ingenio soberano
que el paso de los tiempos avalora.

Empuñó libro y lábaro en su mano;
creyente, sabio, artista. Fue en la vida
esteta heleno y gladiador cristiano.

En su alba cabellera florecida
fulguraban los últimos reflejos
con que acompaña el sol su despedida,

y vienen de muy lejos, de muy lejos,
las cimas a alumbrar donde perdura
el triste glauco de los bosques viejos.

Se destaca su pálida figura
sobre el marco social enrojecido,
como un jirón de agonizante albura,

y de ardiente aureola circuido,
en puridad le revela el verbo
sus profundos misterios al oído.

Siempre dominador y nunca siervo
del lenguaje, probó pacientemente
los dulces goces del trabajo acerbo.

Fue el varón fortunado de alta frente,
nunca sentado en la manchada silla
de pecadora y fementida gente;

que crece en altivez cuando se humilla,
incrustando, con ánimo sereno,
la frente en Dios y en tierra de rodilla,

y desprecia el relámpago y el trueno
con la inefable dicha de ser sabio
y el orgullo sagrado de ser bueno...

Ante él calló la envidia y el agravio,
y en la mundana y dolorosa guerra
no queja alguna murmuró su labio,

y al fin en el amor los ojos cierra;
pues ¿dónde hay más amor que el de la muerte
ni más materno amor que el de la tierra?...

Duerme y sueña, señor: tu cuerpo inerte,
cuando del sueño augusto en que reposa
a la inmortal resurrección despierte,

verá que se irgue, al lado de su fosa,
de héroes, santos y reyes gestadores
la no muerta falange luminosa.

Coronistas, poetas y doctores,
departirán contigo en la divina
fabla, de que sois únicos señores...

¡Oh romance inmortal! Sangre latina
tus venas abrasó con fuego ardiente
que transfundió en la historia y la ilumina,

y nunca morirá, mientras aliente
un cerebro que piense en lo que vuela,
y un corazón que sufra en lo que siente!

k

¡Cuánto envidio a los muertos cuya estela
marca en los mares el camino luengo
que dejara su nave de áurea vela!

Y con estas envidias que yo tengo,
abandono el rumor de las ciudades.
De mis desiertas soledades vengo
y torno a mis oscuras soledades.




De: Obras, 1928

Selección: José Emilio Pacheco

       

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