Caminante azorada - Poemas de Lobaiza De Rivera, Lidia Esther
Caminante azorada
Poema publicado el 23 de Julio de 2000
Cobijada muy al sur de los sonrojos,
la vida en alto, el amor me asedió,
como una enredadera.
Consumía la tarde sus faroles hirvientes;
claveles de deseos, como malignos duendes
cabalgaban la oscura piel de aquel enero.
Efusivas pitonisas de la miel
abocetaban umbrosas profecías
en el sitio donde el cereal repuja sus manjares,
entre el perfume abrasador de los jazmines.
Caminante azorada, me deslicé, desnuda,
sobre los miedos y el sueño; aprendí los rituales
entre los hados de la tierra
que trepidaban, ocultos,
bajo la sangre pretérita y futura.
Y siempre, y después,
entre mantillas de lino, un druida levantisco
cercenó la diadema; y la leche blanda y dulce,
fue un pocillo de flujo
en la turgencia de los sentidos.
Y los ojos quedaron encendidos,
como advenedizos coágulos
pulsando el edredón de las acuosas confidencias.
Descalza, y ya sin ritos,
aferrada la voz sobre la puya
de un lento alborear de radas solitarias,
y en charcos, donde los vertebrados pliegues
de un calendario inmóvil,
-a la misma hora de una misma siesta-
bajo el disonante concilio estival,
un mórbido silencio, inmenso, tieso,
con estertores de soledad, con una lágrima
hizo expirar de frío, todo un feudo de sol.
Poema publicado el 23 de Julio de 2000
Cobijada muy al sur de los sonrojos,
la vida en alto, el amor me asedió,
como una enredadera.
Consumía la tarde sus faroles hirvientes;
claveles de deseos, como malignos duendes
cabalgaban la oscura piel de aquel enero.
Efusivas pitonisas de la miel
abocetaban umbrosas profecías
en el sitio donde el cereal repuja sus manjares,
entre el perfume abrasador de los jazmines.
Caminante azorada, me deslicé, desnuda,
sobre los miedos y el sueño; aprendí los rituales
entre los hados de la tierra
que trepidaban, ocultos,
bajo la sangre pretérita y futura.
Y siempre, y después,
entre mantillas de lino, un druida levantisco
cercenó la diadema; y la leche blanda y dulce,
fue un pocillo de flujo
en la turgencia de los sentidos.
Y los ojos quedaron encendidos,
como advenedizos coágulos
pulsando el edredón de las acuosas confidencias.
Descalza, y ya sin ritos,
aferrada la voz sobre la puya
de un lento alborear de radas solitarias,
y en charcos, donde los vertebrados pliegues
de un calendario inmóvil,
-a la misma hora de una misma siesta-
bajo el disonante concilio estival,
un mórbido silencio, inmenso, tieso,
con estertores de soledad, con una lágrima
hizo expirar de frío, todo un feudo de sol.
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