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A buen juez, mejor testigo ii - Poemas de JOSÉ ZORRILLA


 
 
A buen juez, mejor testigo ii
Poema publicado el 08 de Abril de 2005

               

II

  Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando su ocaso
apaga su luz gigante;
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates,
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prendas de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la Vega
tiende galán por sus márgenes,
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje;
y porque su altiva gala
más a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo en cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
a su receloso amante,
en esa cuesta que entonces
era un plantel de azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes,
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve el castillo
de San Servando, o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra,
que, político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en el primer concilio
las palabras de los Padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias
de las pasadas edades;
y del Cambrón y Bisagra
los caminos desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cargados con sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave,
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes;
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades,
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
  Quédase sólo un mancebo
de impetuosos ademanes,
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate;
y los valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques
en riña sonora dancen.
Una mujer, también sola,
se viene el llano adelante,
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
y él al encuentro le sale
diciendo... cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe
en voz decidida y grave:
«Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe,
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme.»
Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a su lado el embozo
repuso palabras tales:
«Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te desluzca
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.»
«Júralo», exclama la niña.
«Más que mi palabra vale
no te valdrá un juramento.»
«Diego, la palabra es aire.»
« ¡Vive Dios, que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.»
«No me basta; que olvidar
puedes la palabra en Flandes.»
«¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?»
«Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del Santo Cristo delante.»
Vaciló un punto Martínez.
Mas porfiando que jurase,
llevóle Inés hacia el templo
que en medio la Vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle

  «Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?»
Contestó el mozo:

  «¡Sí, juro!»,
y ambos del templo se salen.

       

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