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Corpus en toledo - Poemas de JOSÉ GARCÍA NIETO


 
 
Corpus en toledo
Poema publicado el 25 de Mayo de 2006

               

Fue aquel día. Aquel niño fue. Tendía
sus lienzos, en el sol, el sol. Estaba
quieto el río, lentísimo, yacente;
enhebrando los puentes, muelle, el agua.
Castillos a la escucha. Ay, ¿hacia dónde?
Enhiesto San Servando, áureo Galiana,
torres con el gran tiempo recogido,
patios de soledad, cifra almenada.
Fue aquel día, aquel día. Puertas graves
y lúcidas abrían su mañana.
Fue aquel día, Señora de los Valles,
al otro lado del milagro alzada;
aquel día, Jesús sobre la Vega,
que la mano de amor desenclavabas;
aquel día con rosas de Casilda,
con oros de Ildefonso en las espaldas,
con la piedra de luz ante su Cristo
por los cascos del potro resbalaba…
Fue aquel día. Y yo, niño, conocía
por vez primera a Dios. Y comenzaba
el misterio, el encuentro; oh sí, esperado
con la indecisa claridad del alba;
ya en el lecho despierto, ya vigía
de Dios, entre la sombra la mirada.

Entró la luz, y yo labraba cuna,
tela tejía, templo levantaba,
mesa cubría de ávidos manteles,
alimentaba en el hogar la brasa.
Fue aquel día teniendo todo el pecho
con un trigal naciente; toda el alma,
como un bosque de innúmeros caminos
y en la umbría, la miel ensimismada;
un bosque traspasado de resina,
un bosque con la hundida y fácil agua,
un bosque con los nidos palpitantes
y con la verde hierba intimidada.
En mí tenía a Dios por vez primera:
Dios origen, anuncia, forma, causa,
Dios quebrado por mí, para mí entero,
clave de mi infinita resonancia,
secreto de mi paso entre los hombres,
senda para mi pie facilitada.
Fue aquel día, y quemaba Dios delgado,
Dios vecino, mi Dios que en Sí se estaba.

Tenía yo en el tiempo, por fortuna,
la redondez frutal de aquella plaza.
Veía mis balcones en el aire
como una exaltación, una atalaya
para mirar a Dios desde su altura,
al Dios que descendía y se entregaba.
En el azul intenso algunas nubes,
portadoras de Dios y navegadas
por Dios, hacia mis puertos de ventura
dirigían su quilla inmaculada.
Era Zocodover un crisol vivo;
las calles, de violeta, despeñaban
ríos de sombra de las altas velas
-Toledo era una nave empavesada-,
que, heridas por el viento, dulcemente,
unían los tejados de las casas.
Todos los mediodías, estallando
de luz sobre la luz, se arracimaban;
todas las gracias de Toledo iban
pidiendo a Dios su apetecida gracia,
buscando a Dios, rendidas y tremantes,
soñando a Dios, humildes y unitarias.
Un arco, el río, con la plata viva;
una razón, la catedral flechada;
una paleta de amarillos cálidos
el Tránsito que el Greco transitaba;
un peto de guerrera piedra altiva
por los estribos y el arzón de Alcántara;
por San Martín, un cigarral bajando,
cantando y desgranando sus cigarras;
un momento posible de la espuma
jugando por los Baños de la Cava;
por San Juan de los Reyes, las cadenas
sueltas de amor y desencadenadas;
por los ojos del Tajo miradores,
el Miradero abriendo sus acacias,
y en las hoces, que al cabo se extendían
hacia las tierras rojas de la Sagra,
versos de Garcilaso sosegando
precipicios que Góngora cantara…

Fue aquel día, aquel día. El niño mío,
el niño yo, niño anhelante, estaba
sobresaltando de pasión las cosas
de la tierra de Dios, por Dios. La guarda
del corazón montaba su vigilia
y por los pulsos se me esperanzaba:
guerrero en una arena sin contrarios,
esperaba impaciente la batalla;
mesnadero de Dios, iba gozando
de mi mesnadería y mi mesnada.
El niño que yo era se sabía
Niño de Dios y, entre la gente, el ascua,
El incendio de Dios iba creciendo
Y en sus lenguas ardientes me estrechaba.

Allí estaba el Señor. La calle era
la residencia que Él glorificaba.
¿Qué hora puntual de Dios iba en mi pecho
creciéndome la fe entre campanadas?
¿Qué silencio del mundo quieto en torno?
¿Qué acogimiento en lo que contemplaba…?
Pasaba Dios; pasaba el árbol mágico
de la casa de Dios. Dentro, Él estaba.
El artificio escalador del oro
se sucedía y se multiplicaba;
se dividía para hacerse mínimo
cerca de Dios con su oración tallada.
Porfiados encajes de columnas
ascensiones en flor se disputaban;
todo el deslumbramiento no podía
entenebrar la cereal crisálida.
Dios era Dios; bullía entre los oros,
nacía entre los oros, derramaba
sobre los hombres gratitud. Dios era
Dios. Veía en mi Dios arder la llama.
Dios era Dios, y dentro de mi pecho
todo su incendio se justificaba.

¿Fue aquel niño, Toledo? ¿Es aquel niño
de ayer el que hoy pregunta, espera, pasa
junto a este amor que Tú, sobre los días,
creces, esparces, amaneces, lanzas?
¿La ciudad elegida, permanece
-Puerta del Sol y del Cambrón, Visagra-
cerrando, custodiando lo guardado
entre las primaveras renovadas…?
Y este hombre, mi Dios, y este Toledo,
heridos en el tiempo, di, ¿te cantan,
te tienen, como entonces, cobijado?
¿Qué es un hombre ante Ti? ¿Y un niño que habla?
Pasa de nuevo. Naces, oh Dios, siempre;
Niño Dios, Hombre Dios, sin cesar pasas.
Junio va hacia un estío toledano;
Son las doce de Dios en esta plaza.
Se abre mi corazón entre las ruinas
-oh, renacidas torres del Alcázar-;
libre mi corazón encarcelado
-oh, salvadora fe de Leocadia-;
vuelve a las venas el temblor antiguo,
vuelve la sangra que perdí –Posada
de la sangre, mi Cristo de la Sangre:
crucificada orilla de mi casa-,
y la voz que nació con aquel día
vuelve con aquel día a la palabra.
Dios está aquí. Mi Dios aquí me encuentra.
Dios está aquí. Yo soy el que aquí estaba.


De: Corpus Christi y seis sonetos


       

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