Tengo los pies de mi padre:
delgados, largos, pálidos pies de venas azulosas;
huesudos pies de hombre
distintos de los pies de mis hermanas
redondos, suaves,
leves pies de mujer.
Mis pies estrechos como espátulas
que usaron calcetines y zapatos escueleros
traficaron corredores, algarabías de clases y recreos;
estrenaron medias, sandalias finas, charol, gamuza
y los primeros tacones de los bailes.
Alguna huella habrá quedado de estos pies
en el sitio del combate.
Algún rastro
en las empinadas calles sube-y-baja de Tegucigalpa,
oscuras en la noche o desiertas de madrugada;
en las siempre húmedas avenidas de San José
al cambio de luz en los semáforos;
en el caramanchel de la clandestina Radio Sandino,
en los buses, las ventas, las comiderías, los mercados,
en las casas de seguridad
en el hospital clandestino.
Se reivindicaron mis pies con mocasines,
zapatos tennis y botas
chapaleando charcos
con el bluyín, la camisa y el pelo eternamente húmedos
—el exilio es un recuerdo mohoso y catarriento—
Miro estos pies que ahora caminan libremente
con sandalias, tacones o botas de miliciana.
El hueso del empeine lo tengo de mi abuelo
y ya no sé desde cuándo vendré caminando
sembradas las plantas de mis pies
en esta tierra nuestra,
esta tierra de todos, entregada a todos
para construir con ella
el futuro de todos.
De: Tierra de nadie, tierra de todos.
Selección de Gabriel Impaglione
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