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Manhattan dream - Poemas de CÉ MENDIZÁBAL


 
 
Manhattan dream
Poema publicado el 11 de Marzo de 2008

               



Al sumergirse en el oeste,
por el dormido oleaje de las nubes,
la encendida moneda que cae
entre las agujas y las azoteas
dirá si es cara o sol.

Desde aquí,
mi ventana intenta convencerme
de que todos los reinos son míos:
el cielo de mármol,
las enervadas construcciones,
la multitud.
Puñados de hombres, mujeres y niños
se miran en esquinas enfrentadas.
A la señal, intercambiarán vértices
hasta dispersarse
en la medida de su fantasía
o en el río de su dolor.
Incansable,
un globo aerostático reescribe su versión del insomnio
en el frío de la cúpula
y la llama Goodyear.
En el reverso, un gato diseña
una arquitectura larga sobre la alfombra,
la geografía de esta patria del vértigo.

Como el acto principal de un día mítico,
Central Park abre su promesa
en el corazón de cristal y hierro
pero nada de esto me pertenece,
mi ventana miente.
No es mía la cenicienta arboleda
del final del invierno,
no son míos los carruajes de hollín y crines
ni es mía la persecución.
El East River,
que fluye con quietud
mientras socava en lo hondo de la urbe,
sabe de estas historias.
En Amsterdam y 81 hay un bar que trataré de ignorar.
En el 145 de esa 81
una puerta
que mal intento no ver.
No sé si alcance Penn Station
donde podría abordar un tren a lo desconocido,
lejos de tu exactitud.

Con ademanes de mezquita a punto de venirse abajo,
una gorda recoge las chucherías
que ha estado vendiendo:
filtros para-que-retorne,
enjuagues para-que-se-aleje,
pócimas para-que-no-te-olvide
y, por supuesto, tónico-para-el-cabello:
sartas de ilusiones para gente desilusionada
entre los talismanes y sus enemigos.
Tras vacilar frente a un comerciante del Harlem
que patea el creole con sus juegos de palabras
que más parecen botellas rotas
en manos de un prestidigitador macabro,
la concurrencia,
entre pálida y tiznada,
sucumbe ante la matrona nubia
a ver si esta vez algún sortilegio
sirve para cercenar los hábitos
que escurren la vida en el inodoro:
comprar aunque no se más que para mantener
la costumbre:
regodearse en la maldición
y la gloria del sistema.

De lo alto de una vitrina,
dos olímpicas llenas de arrugas
discurren entre la porcelana nerviosa
y su tibio vaivén de té
sobre la conveniencia de inquirir
con la Circe del Bronx.
Mientras, como en una sinfonía que crece
conforme los músicos arriban a la sala,
una a una, y sin señal previa,
las luces brincan en sus engastes
hasta dar lugar al enjambre.

Nade de esto es mío
No son mías las felinas mujeres
que trascienden desde las pieles muertas.
No lo son los perros pomeranos
y otros sin nombre
que pasean a sus monótonos dueños
sobre la paz de la hierba,
donde boquean hombres cargados de sueño
al lado de ancianos cargados de fatiga.
De un momento a otro,
las patas nerviosas de los caballos persas
harán añicos con su tambor
la quietud de la tierra.
Al tiempo que crece el rumor tutelar de la ciudad,
el astro rey
naufraga con un último hervor
en el abierto tajo del Hudson.
Viéndolo rechinar en las aguas,
uno piensa que ya no habrá de levantarse
pero al igual que mi ventana
y el resto de la ciudad,
el sol también desempeña su acto
y cobra su salario.

Sí, nada de esto es mío.
Quizá pase la noche fisgando
entre el tatuaje de neón de la ciudad
aguzada la memoria
sin más palabras que mi extraño nombre,
sin otro conocimiento
de que aquí, en Manhattan, todo habrá de repetirse.






Seleccionado por el autor

       

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